«No hay nada más hermoso que ser alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo».
(Benedicto XVI)
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«No hay nada más hermoso que ser alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo».
(Benedicto XVI)
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En muchos momentos nos planteamos la pregunta: ¿En dónde está Dios? ¿Cómo lo puedo escuchar? e incluso decimos ¿Puedo sentir a Dios?; el hombre quisiera sentir, experimentar, palpar, sobre todo en la dificultad.
Estamos acostumbrados a verificar calculando, a probar por la experiencia. Estamos acostumbrados a nuestra lógica (cuando nos movemos por ella y no por apasionamiento o impulsos).
Así quisiéramos encasillar a Dios en nuestros esquemas mentales, e incluso queremos comprender totalmente su misterio y posiblemente manipularlo intentado que Él cumpla nuestras curiosidades.
A Dios lo palpamos, lo experimentamos, pero no a través de apariciones ni manifestaciones que sacien nuestra curiosidad.
A Dios lo vemos y nos habla en los acontecimientos de nuestra vida personal, no solamente en las alegrías, sino también en la enfermedad y el dolor. Es cierto, Dios no quiere el mal, pero es palabra suya interpelante y que exige de nuestra parte una respuesta. Muchos de estos acontecimientos son parte de nuestra fragilidad.
Dios habla hoy en el hermano porque Él nos ha hecho a su imagen y semejanza. Por tanto, el que sirve al hermano, sirve a Dios (Mateo 25,40).
Sin duda Dios habla en la Biblia que es su palabra. ¡Leámosla! ¡Estudiémosla! ¡Meditémosla! ¡Vivámosla!
¿Dios habla hoy? Sí, y lo hace en todo momento.
El hombre de fe, el hombre de mucha fe será quien más tenga sensibilidad para captar la voz de Dios a través de estos medios y en todos los detalles de nuestra vida.
«Señor aumenta nuestra fe…» una oración que tenemos que intensificar.
Deja que Dios hable. Deja hablar a Dios a través de ti.
Ánimo, el Señor tiene mucho que decirte y enseñarte, es nuestro máximo pedagogo.
Sí, Dios te habla hoy y no te abandona en ningún momento.
Ahora, háblale tú a Dios.
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Esta es una pequeña historia que un amigo me contó. Ojalá les guste.
«Todo empezó cuando regresaba de la escuela…
Fue un día terrible. Otro LARGO día de estudio… malos maestros, compañeros furiosos… el sol estaba en lo alto, y las únicas nubes eran el smog…
De cualquier modo, yo regresaba de la escuela. Había mucha gente formada para comprar boletos del subterráneo (aquí los boletos son unos pequeños cartones con una banda magnética en medio). En fin, yo iba caminando, y vi una mujer de avanzada edad en el principio de la fila para ir a los trenes… la fila era realmente larga, y me di cuenta que el boleto de la señora estaba deteriorado, y el contador de boletos no lo aceptaba… al traer yo unos 10 boletos (que por cierto, sólo cuestan unos 40 centavos cada uno), puse uno en la máquina y le dije a la señora que usara mi boleto. «Ay, mil gracias joven», dijo, y paso por el contador de boletos. La fila fue avanzando rápido, pero yo no tenía prisa, así que no me importó. Pero… algo me decía que siguiera a esa linda señora. Cuando pasé por el contador, seguí sus pasos. De cualquier modo, ella iba en la misma dirección que yo. No supe por qué, pero aunque más de un minuto había pasado y yo la había perdido de vista, todavía tenía la impresión de que ella no se había subido al tren. Me subí y la vi, pero escogí otro vagón. No encontré asientos, así que permanecí de pie. Cuando llegué a la siguiente estación, decidí que estaba demasiado cansado para seguir de pie, así que busqué otro vagón con menos gente. Entonces vi a la ancianita bajarse del tren, y ella me vió. ¡Caminaba bastante rápido! Luego sacó de su bolsa unas monedas, y me dió unos 50 centavos. No lo podía creer…
«¡Qué bueno que lo encontré! Tome, tenga esto…»
«Disculpe, pero no puedo aceptarlo… lo siento»
«No, por favor… acéptelo…»
Y puso las monedas en mi mano, y la cerró cuidadosamente. No podía creerlo… ella pagó aún más de lo que el boleto costaba! Todavía no podía entender por qué me estaba dando ese dinero. Yo sólamente le dí un boleto. Un vil barato boleto de subterráneo. ¡Y ella me pagó! Todavía puedo recordar su cara… sus ojos cafés, que se veían tan felices detrás de esos viejos lentes… ella regresó al tren y se fue.
Cuando llegué a casa, estaba de un humor completamente diferente… casi lloré.. aún en shock, pero feliz. Es una de las pocas veces que recuerdo estar verdaderamente feliz.
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LA SEMANA PASADA se me ha ocurrido algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que esta alegría me durase siempre. Lo decía con la misma naturalidad con que pude escribir que me gusta la música o que prefiero el sol a la tormenta.
Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tenga mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, estupefacto, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan simplemente elementales.
En rigor, yo no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy. Pero, por lo visto, según quienes me escriben, ahora los curas se sienten como avergonzados de serlo; ocultan su sacerdocio como un hijo ilegítimo; y el que no abandona el ministerio – dicen – es porque aún no ha encontrado una forma mejor de ganarse la vida.
Pero ¡qué tontería! Creo que voy a devolver sus cartas a mis comunicantes para decirles que el número de curas felices es infinitamente mayor de lo que ellos se imaginan y que si no todos lo gritan en sus púlpitos o en los periódicos es por sentido común o porque ahora lo que está de moda es presumir de malos, y así, mientras hoy uno puede encontrarse en la prensa la foto de una señora con un cartel que dice: «Soy una adúltera», resultaría bastante rarito que los curas caminaran por la calle con uno que pregonara: «Soy feliz.»
Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son las raíces por que el prestigio de la vocación sacerdotal ha bajado tantos kilómetros en la estimación pública. Porque esto sí es un hecho. Antaño, el anticlericalismo era una indirecta manifestación de estima, ya que sólo se odia lo que se considera importante. Hoy, parece, funciona más que el anticlericalismo el desprecio, la devaluación, la ignorancia.
Los síntomas de esta bajada del clero a la tercera división social son infinitos. Citaré un par de ellos.
Se publicó hace tiempo un librito, editado por el Ministerio Educación, dedicado a presentar a los muchachos los Estudios profesiones en España. Un libro supercompletísimo. ¿Que el muchacho quiere ser buzo? Busque en la página 64. ¿Le apetecese entomólogo? Encontrará orientación en la 78. ¿Prefiere bodeguero, bailarín o cristalógrafo? Lo tiene en las páginas 66, y 101, respectivamente.
Así que no sólo se ofrecen las tradicionales profesiones – médicos, abogados, maestros, ingenieros-, también las más nuevas o estrambóticas: azafata de congresos, ceramista, peluquero, sedimentólogo, terapeuta, sociólogo, especialista en calderería de chapa. Todo cuanto usted pueda desear. Pero, naturalmente, no busque usted en la letra S la profesión de sacerdote; ni en la C, la de cura o la de clérigo. Menos, claro, busque en la M la vocación de ministro del culto. Ni siquiera busque en la B de brujo. Ser todo eso, para el Ministerio, debe ser, cuando más, una vocación tolerada para la que no se ofrecen orientaciones ni posibilidades, como, por lo demás, tampoco se enseña a ser ladrón o atracador.
Pero más doloroso me parece el otro síntoma: el Instituto Gallup hace cada varios años un estudio sobre el reconocimiento al de las principales profesiones, y pide a sus encuestados que valoren «el nivel moral o grado de honestidad» que atribuyen a miembros de cada uno de los principales grupos sociales. ¿Quedarán los sacerdotes en cabeza al menos en la valoración de honestidad? En el último estudio aparecemos exactamente en mitad de la tabla, en el puesto décimo entre veintiuna profesiones. Por delante de los banqueros, los políticos o los empresarios. Pero muy por debajo de ingenieros, médicos, periodistas, policías o abogados. Y lo que es peor, estamos en descenso: cinco años antes ese mismo sondeo situaba al clero en el quinto lugar de la tabla.
Voy a aclarar que a mí no me preocuparía el descenso de valoración «social». El que los curas, en cuanto tales, hayamos dejado de ser parte de los «notables», de las «fuerzas vivas» de la ciudad, no me parece ninguna pérdida. A Cristo y los suyos, evidentemente, nadie los colocaba junto a Pilato y Herodes. A mucha honra.
Más me angustia la pérdida de aprecio «moral» y -¿tal vez como consecuencia?- el que muchos sacerdotes pongan en duda lo que se llama «su identidad sacerdotal». Que ellos no acaben de ver muy bien para qué sirven y que tampoco lo entienda y valore suficientemente la comunidad.
Yo no sería honesto si no dijera que en esto ha contribuido decisivamente la curva de secularizaciones de los años posconciliares. Dios me librará, claro está, de juzgar a las personas. Que a alguien por un momento le haya deslumbrado el amor de una muchacha más de lo que le alumbra el fuego apagado de su vocación me parece doloroso, pero comprensible. Que alguien no sea capaz de soportar la soledad es uno de tantos precios que paga la condición humana. Pero lo que ya me resulta incomprensible es que el sacerdocio se abandone por cansancio, por desilusión, por sensación de inutilidad o porque -dicen- les asfixia la estructura de la Iglesia, para encontrarse -al salir- con que todas las estructuras de este mundo son hermanas gemelas, y la peor de todas es la propia mediocridad.
Y lo peor del asunto es que hayamos convertido la crisis de las personas -de algunas personas- en la crisis del clero. Es cierto: un cura que se iba, daba más que hablar que cien que permanecían. Y cuando en un bosque se talan dos docenas de árboles, todos los convecinos sienten como si el hacha golpeara también su corteza.
Toda esta serie de factores ha hecho que hayamos ido pasando del cura orgulloso de su ministerio al desconcertado de ser lo que es. Quisimos -y yo creo que con razón- dejar de ser «pájaros raros»; alejamos de unos vestidos que nos alejaban; quisimos -y creo que con acierto- sentirnos hombres «mezclados» con los demás hombres, y parece que nos hubiéramos vuelto «iguales» a los demás hombres, empezando por contagiamos de esa tristeza colectiva, de ese desencanto que parece característico del hombre contemporáneo.
Y -¡claro!- comenzaron a bajar las vocaciones. Recuerdo que cuando yo fui, de niño, al seminario lo hice ante todo por nacientes razones religiosas. Pero también porque admiraba la obra de algunos sacerdotes muy concretos, porque veía que sus vidas estaban muy llenas, porque entendí o imaginé que siendo como ellos sería feliz como ellos eran.
Hoy entiendo que sea más difícil para un muchacho iniciar una carrera en la que no sólo va a ganar menos que siendo fontanero o peón de albañil, sino en cuya realización no viera felices y radiantes a quienes la viven.
Por eso me pregunto si una de las primeras tareas de la Iglesia de hoy -de toda ella: curas, religiosas, sacerdotes- no sería precisamente la de devolver a quienes la hubieran perdido su alegría y lograr que quienes -y son la mayoría- la tienen, pero apenas se atreven a mostrarla, saquen a la calle el gozo de ser lo que son. Aunque tengan que ir contra corriente de una civilización en la que lo que parece estar de moda es pasarse las horas contando cada uno la tripa que se nos rompió ayer por la tarde y en la que ser feliz y demostrarlo resulta una rareza.
Para ello no hace falta ponerse una careta con sonrisa-Golgate. Basta con vivir lo que de veras se ama. Y saber que aunque en la barca de la Iglesia entra mucha agua por las ranuras de nuestros egoísmos, es una barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas, no valgamos la pena. Pero el sacerdocio, sí.
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Aprende a esperar el momento exacto
para recibir los beneficios que reclamas.
Espera con paciencia a que maduren los frutos
para poder apreciar debidamente su dulzura.
No seas esclavo del pasado
y los recuerdos tristes.
No revuelvas una herida que está cicatrizada.
No rememores dolores y sufrimientos antiguos.
¡Lo que pasó, pasó!
De ahora en adelante procura construir
una vida nueva, dirigida hacia lo alto
y camina hacia delante, sin mirar hacia atrás.
Haz como el sol que nace cada día,
sin acordarse de la noche que pasó.
Sólo contempla la meta
y no veas que tan difícil es alcanzarla.
No te detengas en lo malo que has hecho;
camina en lo bueno que puedes hacer.
No te culpes por lo que hiciste,
más bien decídete a cambiar.
No trates que otros cambien; sé tú el responsable de tu propia vida y trata de cambiar tú.
Deja que el amor te toque
y no te defiendas de él.
Vive cada día, aprovecha el pasado para bien
y deja que el futuro llegue a su tiempo.
No sufras por lo que viene, recuerda que
«cada día tiene su propio afán».
Busca a alguien con quien compartir tus luchas
hacia la libertad;una persona que te entienda,
te apoye y te acompañe en ella.
Si tu felicidad y tu vida dependen de otra persona,
despréndete de ella y ámala,
sin pedirle nada a cambio.
Aprende a mirarte con amor y respeto,
piensa en ti como en algo precioso.
Desparrama en todas partes
la alegría que hay dentro de ti.
Que tu alegría sea contagiosa y viva para expulsar la tristeza de todos los que te rodean.
La alegría es un rayo de luz que debe permanecer siempre encendido, iluminando todos nuestros actos
y sirviendo de guía a todos los que se acercan a nosotros.
Si en tu interior hay luz y dejas abiertas
las ventanas de tu alma, por medio de la alegría,
todos los que pasan por la calle en tinieblas,
serán iluminados por tu luz.
Trabajo es sinónimo de nobleza.
No desprecies el trabajo
que te toca realizar en la vida.
El trabajo ennoblece a aquellos
que lo realizan con entusiasmo y amor.
No existen trabajos humildes.
Sólo se distinguen por ser bien o mal realizados.
Da valor a tu trabajo,cumpliéndolo con amor y cariño
y así te valorarás a ti mismo.
Pongamos la vida en ello y si nos damos cuenta que no podemos,quizás entonces necesitemos hacer
un alto en el camino y experimentar
un cambio radical en nuestras vidas.
El éxito en la vida no se mide
por lo que has logrado,
sino por los obstáculos que has tenido
que enfrentar en el camino.
Tú y sólo tú escoges la manera
en que vas a afectar el corazón de otros
y esas decisiones son de lo que se trata la vida.
«Que este día sea el mejor de tu vida
para alcanzar tus sueños».
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Es verdad que humanamente muchos sacerdotes pueden experimentar sentimientos de este tipo, por estar en comunidades apartadas, por vivir temporadas difíciles en la vida interior u otras causas.
Pero el sacerdote, como todo cristiano, nunca está solo. Vivimos en constante presencia de Dios y la tristeza o soledad viene cuando perdemos de vista esta realidad. Es muy importante recordar que la vida sobrenatural es la que abarca y da sentido a la humana, por lo que fortalecer este aspecto ofrece visión totalmente distinta a esta y a otras dificultades en la vida del cristiano.
Fortalecer el sentido de filiación divina es un antídoto útil. Se hace considerándola con frecuencia y haciendo actos de fe, esperanza y caridad.
Cabe, sin embargo poner los medios humanos para que Dios pueda auxiliar a una persona que atraviesa por momentos de soledad.
Para un sacerdote será muy favorable:
1. No descuidar lo humano. Ponerse en contacto con otros sacerdotes y con su obispo, ya que es importante el sentido de comunidad. Buscar las actividades en la diócesis, que sean favorables para poner remedio a la soledad: retiros o convivencias sacerdotales.
2. Entregarse a las actividades de su comunidad o parroquia en donde encontrará consuelo, pues justamente, cuando la entrega al servicio de Dios no se concreta en el servicio a los hermanos puede hacer que la mirada se centre en el yo y permanezca ahí.
3. Hacer deporte y procurarse una actividad de esparcimiento.
4. Todo lo anterior sin olvidar que la oración es el lugar donde primordialmente se encuentra la solución, pues se define, en palabras de Santa Teresa, como «un tratar de amistad con Quien sabemos nos ama». Pasar muchos momentos frente al Sagrario contemplando a Aquel que se encuentra siempre esperándonos para conversar y ser el descanso del corazón es el primer remedio frente a la soledad.
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Es un hecho que la verdad fundamental y el eje en torno al cual debe girar la vida cristiana es la vocación mas grande, que es el amor (Cf. 1 Cor 13,13).
Como lo menciona Juan Palo II, “la perfección de la vida cristiana se mide con el metro de la caridad” . En este sentido el amor es en sí una experiencia Divina, es una apertura al Don maravilloso de Dios, es por está razón que el amor no permite términos medios, es decir, es un compromiso total y entregado o no es amor.
Es justo aquí en el punto de la experiencia del amor de Dios donde interviene la atracción carismática del Espíritu, que nos lleva a cada individuo a la elección de una forma de vida o de otra. Es decir, a la elección por el matrimonio o bien por el celibato por el Reino de los cielos, los cuales no están en contraposición competitiva, si no por el contrario cada uno es un llamado particular a asumir. Y es solo cumpliendo con nuestro llamado como podemos permanecer fieles a nosotros mismos y sobre todo expresar totalmente el amor que estamos llamados a transmitir en nuestra vocación.
Ambos estados de vida, ambas vocaciones son complementarios entre sí, se explican y complementan mutuamente ya que ambos manifiestan el amor de Dios. Tan solo es cuestión de que cada uno de nosotros escuchemos atentamente a nuestro corazón, a la voz y al llamado de Dios y solo así, siendo generosos y honestos es como podemos alcanzar la plenitud en nuestra vocación.
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1. ¿Qué es la Vocación?
El término vocación viene de «vocare» que quiere decir LLAMAR; se trata de la voz de Dios que llama permanentemente al hombre, primero a la existencia, después a la vida cristiana y, más tarde, a un determinado estado de vida.
Dios llama al hombre desde el principio (Gen 1,26-27) a ser su imagen y semejanza, para que de esta manera pueda estar en comunión con Él. Por el Bautismo nos llama a ser sus hijos, porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Esta voluntad de Dios Padre se hace llamada para los hombres en y por Jesucristo, y se prolonga para nosotros en el Espíritu que Él mismo nos ha enviado.
2. Elementos de la Vocación
Ø Llamada
Es la iniciativa gratuita y amorosa de Dios.
Ø Respuesta
Es la disponibilidad del hombre que responde al llamado y compromete toda su vida al seguimiento de Jesús. La respuesta es personal, libre, consciente, responsable y tiene como fundamento una profunda inspiración y experiencia de fe. La persona responde dentro de una situación histórica concreta.
Ø Misión
Dios llama siempre a una misión, que es, la tarea evangelizadora que el Espíritu encomienda a la Iglesia. La misión toma rasgos específicos en cada uno de los llamados.
Dios nos llama de manera personal y única, así como también la misión que nos encomienda es personal y única.
3. Tipos de Vocaciones
• Vocación Laical – Con dos estados de vida que son:
– El matrimonio (viudez)
– La soltería
• Vocación al Ministerio Ordenado
Que es el Orden Sacerdotal (existen también misioneros
y religiosos que a la vez son sacerdotes).
• Vocación a la Vida Consagrada
Con sus diversas formas:
– Vida religiosa contemplativa
– Vida religiosa apostólica
4. Signos de la Vocación
Es importante tener bien claro que Dios, al darnos la vocación, no se comprometió a revelárnosla de manera extraordinaria, ni de una determinada forma. Sabemos que, en algunas ocasiones ha sido así, pero no siempre.
En la Sagrada Escritura vemos los diferentes llamados desde Abraham, Isaac, Jacob, los Profetas… hasta Saulo de Tarso en el Nuevo Testamento.
Se trata de un llamado explícito; habitualmente es en el camino ordinario donde Dios quiere que cada uno busque y encuentre su propia vocación, descubra su plan de amor universal y se ubique exactamente en él. Por tanto, cada uno debe buscar su vocación personal hasta encontrarla, valiéndose de los medios a su alcance y confiando en la ayuda de Dios.
Hay algunos principios fundamentales que nos pueden ayudar a iluminar, a clarificar la búsqueda y el encuentro de nuestra propia vocación.
Todas las vocaciones llevan a la felicidad, sin embargo sería equivocado concluir que uno puede elegir cualquier vocación; sabemos que cada uno estamos llamados a una vocación específica y es indispensable tener o adquirir las cualidades o virtudes necesarias para ello.
La vocación no se identifica con la inclinación.
Para que nuestra vocación sea válida necesitamos la aprobación de personas competentes y hay que decidir con rectitud de intención.
No existen métodos infalibles para encontrar la vocación, pero es menos difícil que se equivoque quien hace un conveniente discernimiento, busca ayuda, ora mucho; pues como cristianos no podemos olvidar que Dios está siempre a nuestro lado: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Él nos cuida, nos ilumina, Él es el primero que desea nuestra felicidad y que sea larga si la conseguimos, por algo nos dijo: «Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá; porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abre» (Lc 11,9-10).
5. Motivaciones de una Vocación
Comprender qué son las motivaciones vocacionales para clarificar la autenticidad de nuestras propias motivaciones en un serio discernimiento.
Hay dos tipos de motivaciones: conscientes e inconscientes:
Una motivación es una razón profunda de actuar.
Es el «motor» que mueve nuestra energía, nuestros esfuerzos hacia un fin. Nos permite «dar razón»; es el por qué y el para qué de lo que hacemos.
• Las motivaciones conscientes son aquellas que aparecen directamente como razón de nuestro actuar; son claras, definidas y están a nuestro alcance en lo que hacemos.
• Las motivaciones inconscientes responden a situaciones interiores, conflictos no resueltos, mensajes que se han quedado guardados en nuestro interior y que no afloran libremente ya sea por bloqueos, temores, educación, etc.
En la búsqueda de la vocación puede haber, mezcladas, motivaciones verdaderas y erróneas.
Claro que deben prevalecer las verdaderas y a lo largo del proceso vocacional deberán clarificarse, purificarse y definirse las otras motivaciones.
En algunos casos, detrás de una vocación «aparentemente buena» existen motivos como: el miedo al matrimonio, la incapacidad de relacionarse positivamente con jóvenes del otro sexo, el miedo a enfrentar el futuro, el miedo al compromiso.
En qué habrá que fijarse:
• Recta intención.
• Dotes o cualidades psíquicas y morales: equilibrio afectivo, aceptación de la propia realidad histórica, libertad, capacidad para superar frustraciones…
• Dotes intelectuales.
• Dotes espirituales: sentido de Dios, inclinación a la oración, espíritu de sacrificio, sentido de Iglesia, espíritu de obediencia, celo apostólico, espíritu de pobreza y castidad.
6. Pasos
La vocación no consiste solamente en el llamado que Dios hace a la persona, para que el proceso o el camino se complete. Cada uno debe dar a Dios una respuesta y para poder dar esa respuesta correctamente es necesario seguir un proceso para que la decisión tomada nos llene de paz y de contento por ser de acuerdo con la voluntad de Dios.
La vocación, o el llamado para consagrarse a Dios, es el regalo más preciado que puede recibir cualquier persona de parte de Dios mismo. Se puede comparar con una joya hermosísima que te da Dios, pero si no respondes con prontitud, con entusiasmo y el interés que Él espera de ti, te la retira y se le da a otra alma más generosa que tú.
También se puede comparar con una flor hermosísima; Dios, con su llamado, la siembra en tu corazón, pero de ti depende cuidarle el suelo, regarla y abonarla para que nazca, crezca y se conserve hermosa siempre.
Siguiendo el camino para responder a la vocación hay que dar algunos pasos importantes:
• Considera que la vocación a la Vida Consagrada es el regalo más grande que da Dios a las almas por las que tiene especial predilección.
• Asume por ello una actitud de profunda gratitud y humildad, pues la única razón por la que Él llama es porque ama mucho.
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He recibido tu carta con esa breve, pero hermosa historia de tu vocación. La he leído con calma y he gustado en ella ese algo que tienen todas las vocaciones que Dios da: llamadas imperceptibes, dudas, gracias innumerables, vacíos al quererse alejar de Dios y al final, o se acepta o se deja.
En los días pasados, historias análogas nos contaban los nuevos sacerdotes acerca de su vocación: cómo germinó en ellos la inquietud, cómo ráfagas de sentimentalismo o tentaciones apagaban el deseo y cómo nuevamente y por la acción de la gracia, después de sentir un inmenso vacío interior, renacía esa voluntad de responder a los planes de Dios. Finalmente, esa experiencia común a todos: el sentirse elegido por Dios sobrepasa todo bien humano, todo amor carnal, toda aspiración de una pobre creatura, como nosotros.
También la Sagrada Escritura está llena de vocaciones parecidas; entre ellas, la más parecida es la de Jeremías: un hombre duro, que se resistía a realizar la misión querida por Dios hasta que tuvo que ceder ante la palabra y voluntad de Dios. Su vida no fue fácil, pero ahí perseveró feliz hasta el fin. Muchas vocaciones fallan, porque no son capaces de llegar a resistir esos primeros sentimientos de rechazo, naturales, y ponerse totalmente en manos de Dios. Una vez hecho esto, la vida se transforma: se descubre que Dios nos colma de bienes humanamente inimaginables; la experiencia de su amor es inefable (…)Irás descubriendo con el pasar de los días la dicha de ese SÍ que pronunciaste no hace mucho. La dificultad no desaparecerá, la lucha no acabará, pero la gracia de Dios estará siempre a tu lado.
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Elegir el sacerdocio es creer en el amor de predilección que Dios nos ha tenido; es creer también en que yo puedo amar a Dios, a la Iglesia, a los hombres con corazón indiviso, íntegro, total, apasionado. Y creer, finalmente, que puedo ofrecer mi vida en la Legión y desgastarla en la salvación de los hombres.
C.L. 1 Juan 4, 16 «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». O también les puede servir la parábola del buen samaritano (Lc 10, 29-35) viendo en ese samaritano a Cristo.
Petición: Señor, que cada día crea con más firmeza en el apasionado amor que Tú me has tenido y me tienes al quererme hacer tu sacerdote. Y al mismo tiempo, que crea en que yo también puedo amarte a Ti y dar mi vida entera en bien de los hombres.
Fruto: Salir de esta meditación con la plena convicción de que mi vocación sacerdotal es un regalo del amor misericordioso de Dios; y con la convicción de que mi sí es la respuesta y el regalo de mi amor a ese llamado.
1) ELEGIR EL SACERDOCIO ES CREER EN EL AMOR APASIONADO Y DE PR-EDILECCION QUE DIOS ME TIENE
¡Qué amor tan grande me ha tenido Dios! La vocación sacerdotal es el beso más profundo que Dios puede dar a una pobre creatura aquí en la tierra. Vamos a desentrañar este amor, partiendo de la parábola del buen samaritano, personificación de Dios Amor.
Creer en ese amor de Dios a mi alma. Cada día. Cada minuto. Cada segundo. Vivir en esta atmósfera. ¿Cómo ha sido y es ese amor de Dios a mi alma?
Es un amor que se ha detenido a la puerta de mi pobre casa. Había otras puertas más engalanadas, más dignas. Pero quiso detenerse en la mía, sin mérito alguno de mi parte.
Es un amor que ha bajado a mi miseria personal, que no se ha escandalizado de mi pasado, que ha sabido disculpar y comprender mi poquedad, lo humilde de mi mesa…Se ha compadecido de mí, pero con una compasión que no humilla, sino que restaura y anima.
Es un amor que sacó de su corazón lo mejor que tenía para curarme las heridas que mi alma tenía: el aceite y el vino de su cariño, de su perdón, de sus sacramentos. Y me vendó con su amor.
Es un amor que al recogerme y subirme sobre su propia cabalgadura divina, no me dejó caer sino que me dignificó, me levantó a una altura jamás soñada por mí: la misma dignidad de Dios.
Es un amor desmedido, pues me trajó a esta posada, la Legión y encomendó a sus formadores: «Cuida de él, pues está llamado a ser mi sacerdote».
¿Yo creo en este amor de Dios? ¿Lo voy experimentando cada día? ¿Lo agradezco y correspondo, pues «amor con amor se paga?
2) ELEGIR EL SACERDOCIO ES CREER EN EL AMOR QUE YO PUEDO DARLE A DIOS
a) Hay quienes creen que no pueden amar a Dios; les parece como exclusivo de almas santas. ¿Yo tan miserable y tan lleno de defectos, tan inconstante y disipado, yo tan poca cosa?
Pues sí. Puedo porque tengo corazón. Para eso Dios me dio el corazón; no para apegarlo a esta tierra y a las creaturas de este mundo. Estoy hecho para amar y entregar mi vida para una causa noble y grande, para dar mi vida por El.
Puedo porque Dios ha puesto en mi corazón su gracia para que yo le ame, pues la gracia es como una segunda naturaleza permanente, ínsita, incambiable. Desde el momento en que estamos en gracia, amamos a Dios.
Es verdad que nuestro amor es pobre, es una chispita. De todos modos, El acepta esa chispita y El mismo hará que se acreciente hasta que llegue a ser volcán, fuego de amor que impregne de perfume nuestra vida entera, y queme alrededor.
Por tanto, creamos en que podemos amarle. ¿A pesar de mi pasado? – ¡Sí! ¿A pesar de mis pecados? – ¿Por qué no?
b) Dos cosas impiden a muchos creer en su propio amor: primero, que no lo sienten. Segundo, si le amara, haría cosas extraordinarias. Pero ni una ni otra cosa experimento.
Tratando de contestar a estas objeciones, diremos. El amor no es cuestión de sentir o no sentir. Bien sabemos que el amor de Dios no se siente sensiblemente. Si alguna vez se quiere regalar a un alma, eso es otra cosa. En el mismo plano humano hay muchas cosas que no sentimos: la circulación de la sangre, el funcionamiento del páncreas.
Por tanto, es un pésimo criterio: si siento, es porque amo; si no siento, es porque no amo. ¡No! Esto es un sofisma. Se puede perfectamente no sentir nada y amar mucho. (Ejemplo de santa Teresita de Lisieux). La parte sensible es la más inferior que tenemos. Cuando no siento, no significa que no ame; más bien significa que tengo que sufrir más, que me cuesta más trabajo. Y por tanto, mi amor es más meritorio a los ojos de Dios.
Amor es esto: «No siento nada, pero, Señor, en medio de esta impotencia en que vivo, en medio de esta oscuridad, en medio de esta repugnancia, arrastrándome, venciéndome, cumplo mis deberes y me sacrifico por Ti». Si esto no es amor, ¿qué cosa es amor sobre la tierra?
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MÉXICO D.F., 19 Ago. 08 / 06:32 am (ACI).- Tres hermanos mexicanos, Alberto, Jesús y Andrés García Gutiérrez, fueron ordenados sacerdotes por el Arzobispo de Guadalajara, Cardenal Juan Sandoval Iñiguez, en una histórica celebración en la Arquidiócesis.
La consagración, que se realizó en la Catedral de Guadalajara ayer domingo 17 de agosto, fue un evento sin procedentes en la Arquidiócesis pues “según registros históricos, no se tiene noticia hasta la fecha” de que “hayan sido aquí ordenados presbíteros tres hermanos de sangre en la misma fecha“, informó la oficina de comunicaciones del Arzobispado.
De los tres hermanos, Alberto y Andrés terminaron su formación en la Congregación de Legionarios de Cristo en Roma; y en adelante el primero se desempeñará como misionero en Brasil, y el segundo como vicario de la parroquia de San Eugenio en México.
Por su parte Jesús, quien también estudió con los Legionarios, terminó su formación en el Seminario Diocesano Mayor de Guadalajara, y su servicio diaconal lo realizó en el Seminario Menor Auxiliar de Ahualulco de Mercado. Su labor sacerdotal la realizará en el seminario diocesano.
La primera Misa de los tres hermanos juntos se celebrará en la Parroquia de Santa Sofía, de Tlaquepaque (Guadalajara), a la que pertenecen los recién ordenados, el próximo viernes 22 de Agosto.
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El sacerdote WiIliam Murphy falleció a la edad de 98 años. Había sido ordenado a la edad de 80 años. Durante su vida se había dedicado a los negocios en el sector inmobiliario dedicándose también a la construcción de iglesias. Se ordenó en la iglesia que el mismo construyó siendo seglar.
Su obispo le animó a que ingresara en el seminario y tras mucho pensarlo ingresó a los 78 años. Aún le quedaran 20 años de vida de entrega total a Dios. ¡Nunca es tarde¡
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Mario pregunta:
Hace tiempo siento que Dios me llama a seguirlo pero yo me he estado negando y no he querido responder a su llamado, pero siento que cada vez es más fuerte. Tengo miedo al no estar cumpliendo en mi vida la voluntad de Dios, ¿qué puedo hacer?
Si crees que Dios te llama a seguirlo te recomiendo darte una oportunidad para descubrirlo de una vez por todas pues ten presente que el llamado que Dios te hace es para tu felicidad personal y no porque Dios quiera en cierta forma amargarte la vida y es quizá por ello que te has estado negando. No temas, Mario, y dale una oportunidad a Dios para que te haga ver lo que quiere de ti.
Para ello te recomiendo tres cosas. La primera es que incrementes tu vida de oración y tu vida sacramental, principalmente la confesión y la recepción de la Eucaristía de modo que dispongas mejor tu corazón a escuchar la voz de Dios. La segunda es que consigas un director espiritual que podrá ayudarte a discernir sobre tu vocación y a descifrar esas señales que Dios te irá poniendo. La tercera es que busques hacer una experiencia vocacional en algún seminario o centro de formación de alguna congregación religiosa de modo que de forma directa puedas conocer la vida sacerdotal o religiosa y así de una vez por todas descubrir si Dios te llama o no.
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